domingo, 20 de agosto de 2017

ENSEÑAR A EVALUAR

ENSEÑAR A EVALUAR

El presente artículo tiene la intención de revisar e incentivar una mirada crítica sobre las nociones que tenemos sobre la evaluación, está orientado a abrir nuevos espacios de debate ante un área que cada vez se hace más urgente conversar, dialogar y discutir en el actual contexto de nuestra práctica pedagógica.

Preponderancia de la evaluación

Desde sus orígenes, la educación no era un bien de
muchos, sino un espacio privilegiado para unos pocos iniciados en alguna materia determinada. Desde los primeros pasos de la civilización y en las diversas culturas, había algunos tipos de educación reservada para el aprendizaje tanto hereditario, de los artesanos, como de los privilegiados, artistas, nobles, etc. De ninguna forma el conocimiento era una cuestión masiva. Solo es a partir de las ideas liberales de los enciclopedistas europeos en pleno periodo de la ilustración, cuando la educación se comienza a ver como una necesidad y un derecho para todos los ciudadanos. 



No podemos decir que educar para unos pocos, era tarea simple, pero no necesitaba mayor validación que la práctica y el interés del mismo aprendiz; si no aprendía rápido: ¡Fácil! No servía para aprender y se cambiaba. El problema surge efectivamente en la idea de la masificación de la educación y comprender que esta es un derecho para todas y todos. Aquí es donde cumple un papel fundamental la evaluación:  es fácil rastrear el camino que se ha hecho para considerar la acción evaluativa como parte fundamental del proceso curricular y del proceso de enseñanza aprendizaje. Las primeras prácticas evaluativas dan razón de la validación externa y responden a la pregunta: ¿Cómo validar que los conocimientos adquiridos, son realmente vigentes para desarrollarse en el mundo? La segunda masificación de la educación fue posterior a las guerras mundiales; esta es mucho mayor que la anterior, puesto que fue el punto de partida de los nuevos gobiernos democráticos tanto en Europa como en América, obligó a fijar modelos en las estructuras de la escuela, modelos en los conocimientos y por supuesto, también a modelar la validación de dichos conocimientos. Lo principal en esta época es que la escuela llegue a la mayor cantidad de niños, ya que se establece la premisa “que mientras más sabe un niño, más posibilidades de desarrollo tiene” y al mismo tiempo, “más posibilidades de desarrollo tiene el país donde residen esos niños”. Un buen ejemplo de este fenómeno es lo que ocurre con las políticas educativas en la Finlandia de la postguerra. 

No es solo masificar la educación, sino por sobre todo garantizar que lo que se aprender es coherente con la vida democrática y de desarrollo de una sociedad. Debía validarse que los niños tuvieran un conocimiento mínimo que les permitiera desarrollarse en el mundo; un aprendizaje de aquellas materias y conocimientos que la sociedad daba como ciertos y verdaderos. De esta manera, comenzaron a aparecer las evaluaciones estandarizadas, a fin de validar estos procesos educativos; así estas evaluaciones tuvieron un papel local, luego regional y de países. Hasta que en la década de 1990 comenzaron a conocerse las primeras evaluaciones estandarizadas a nivel internacional, desde las que proponía UNESCO pasando por pruebas más específicas como PISA, TIMSS y otras.

Por primera vez, tuvimos resultados por países y aunque como en toda evaluación las comparaciones no tienen validez estadística; si se les comparó y les puso en escala y en lugares de clasificación; la misma lógica comenzó a operar en las escalas por regiones y en escalas internas de cada país, lo que no debía compararse, finalmente se volvió escala. Esto aceleró el proceso de validación educativa otorgándole una preponderancia a los resultados de la evaluación por sobre toda actividad formativa, es decir, pasó a ser más importante la evaluación estandarizada que los procesos de aprendizaje. Esto es un sinsentido en sí mismo, pues la evaluación estandarizada evalúa la calidad de los aprendizajes, interfiriendo en el mismo proceso que debía validar y todo el sistema de volcó a eficiencia de los resultados. El aprendizaje dejó de ser el fin de los estados, ni de las propias escuelas y finalmente, ni de los mismos docentes, todo el sistema estaba siendo evaluado por el resultado.

Instrumentalización de la evaluación

Existe una figura literaria, llamada sinécdoque esta se utiliza cuando una parte pasa a significar el todo, es decir, basta con nombrar una parte de algo para significar el objeto completo. Por ejemplo: “en el estadio había mil almas”, en vez de decir “personas”; “escribiré unas letras”, en vez de decir un mail, etc. En el uso cotidiano de este recurso literario, no se hace más que identificar aquella parte más preponderante, lo más nuclear de un objeto que es referido y desde ella se simboliza el resto. Sobre este parámetro podemos decir que hoy las personas identifican la educación como la evaluación. La evaluación pasa a ser más preponderante que el aprendizaje mismo. La evaluación pasa a ser el aprendizaje.

Seamos justos, cuando se ocupa el término evaluación, es para significar una parte muy reducida de esta, que es la calificación. En general, lo que se percibe en el sistema educativo son las calificaciones, puesto que estas pueden ser numéricas y, por lo tanto, comparables, representables, objetivables; las calificaciones puedo ponerlas en escalas que permiten separar buenos de malos resultados. Tristemente esta sinécdoque entre la calificación y la evaluación también se aplica a las personas: los estudiantes, que son comparables, representables y objetivables de acuerdo con estas calificaciones.

El problema es cuando, otorgamos más importancia a la calificación que a la evaluación y en consecuencia, más valor a la calificación que al aprendizaje y por consiguiente, le otorgo más valor a la calificación que al sujeto que aprende. Este proceso que podríamos llamar la sinécdoque de la evaluación es lo que hemos llamado la instrumentalización de la evaluación, puesto que, en una sociedad donde hay una validación estadística de la sociedad, la calificación evaluativa pasa a ser otra realidad más, una realidad donde los sujetos son referidos en escalas comparables, estimables y valorables. Aquí llegamos al centro del problema educativo, ya no nos preguntamos sobre qué o cómo deben aprender los futuros sujetos que formarán la sociedad, sino cómo obtenemos mejores resultados. Resultados que están en relación con la calificación, en ningún momento la pregunta es por la calidad de personas, si son buenos sujetos o estos sujetos son éticamente confiables. 

Este modelo de instrumentalización de la evaluación, que es aplicable hoy a las escuelas, también se aplica con los mismos criterios a la educación superior, teniendo consecuencias aún peores. Nadie se pregunta por si un médico o un abogado son personas probas, con coherencia ética en lo que hacen, sino que nos preguntamos por sus calificaciones. “¡Mira! Ese médico salió con las mejores notas de su generación” “ese abogado fue el primero en su clase, debe ser bueno en lo que hace”.

Enseñar a Evaluar 

En todo este proceso de diálogo, aún no hemos hablado de qué es la evaluación y ciertamente no se pretende que aquí sea definida, esto sería un artículo en sí mismo; hasta el momento hemos dicho los principales errores a la hora de acercarnos a la evaluación y la identidad equivoca que ha tenido en estos años con la calificación, reduciendo el fenómeno evaluativo. Pero ciertamente, la evaluación forma parte integral de nuestra capacidad de comprender el mundo y por lo mismo, del aprender el mundo en que vivimos. Evaluación es una palabra compleja, en cuya composición está la raíz de la palabra valor, en forma simple podemos decir que es “dar valor”. Por lo pronto, si nos concentramos en la palabra valor, la etimología nos refiere que proviene latín valere: ser fuerte, es decir lo que hace fuerte algo y por lo mismo, es digno de estima, de precio. El prefijo “e” de evaluar, viene de ex-  que es sacar fuera de sí. Evaluar desde su sentido etimológico significa sacar de sí aquello que lo hace preciado. Quedándonos con esta aproximación etimológica, siempre estamos evaluando, valorando, categorizando, preciando el mundo que nos rodea, damos más valor a algo por sobre otras cosas.

Evaluar entonces, no es solo un tecnicismo pedagógico, ni filosófico, ni antropológico. Es una habilidad y como toda habilidad, podemos desarrollarla, aprenderla, innovarla y transformarla creativamente. No nacemos evaluando, lo aprendemos y necesitamos de ella, para construir nuestro mundo de significado. Pero lejos del proceso de desarrollo de esta habilidad, estamos los educadores encerrados en una definición de evaluación tecnificada. Profesores y alumnos, debemos aprender a evaluar; Desde esta perspectiva, para los docentes, la evaluación debería ser una de las tareas principales de su enseñanza. Cómo podemos mejorar algo, sino no lo evaluamos; cómo podemos innovar en los conocimientos si no reconocemos su valor y aquellas cosas que debemos mejorar. La evaluación es parte fundamental del aprendizaje, solo puedo aprender aquello que reconozco que no sé y solo puedo saber que “no sé”, si hago un proceso autoevaluativo sobre mis propios conocimientos. Es la misma tarea, a la que se aboca Sócrates, que tan bien describe Platón en la Apología, el punto de partida es reconocer aquello que no se sabe. (En el texto de Platón, describe al filósofo Sócrates defendiendo su postura de ser la persona más sabia de Atenas, precisamente su sabiduría radica no en saber aquello que sabe y sino que reconocer aquello que no sabe)

Largas discusiones podemos tener sobre el para qué aprender en una escuela, desde la construcción democrática hasta la generación de sujetos capaces de transformar la sociedad. Sin embargo, todos estamos de acuerdo que la labor principal de la escuela es el aprendizaje y cómo tal el ser humano está dispuesto cognitivamente para realizar este aprendizaje; para traspasar de la memoria al aprendizaje significativo, es prioritario desarrollar la evaluación en su real dimensión cognitiva; vale decir, desarrollar la habilidad de interpelarse, reflexionar sobre aquello que se ha aprendido y cómo se ha aprendido; El sujeto de aprendizaje debe ser capaz de mirarse a sí mismo para cargar de sentido todo aquello que aprende y volcarlo como experiencia personal y desde ahí recrear, crear y desarrollar nuevos aprendizajes; dicho de otra forma, la tarea más importante de los docentes es enseñar a nuestros alumnos a evaluar, evaluarse de manera de descubrirse como sujeto con necesidades de aprendizaje. No confundamos esto con la metacognición, ni menos con la autoevaluación, aunque las comprende; Lo que estamos proponiendo es desarrollar en toda su dimensionalidad la evaluación como estructura mental consciente.

Una habilidad autocomprensiva

Para enseñar algo hay que saberlo primero, en la antigua nomenclatura educativa, el que se enseñaba ostentaba el título de maestro, no por lo que había estudiado sobre la materia que impartía, sino porque sabía de que se trataba la ciencia de la cual hablaba. “maestro” viene de la lengua latina magister, que a su vez proviene de magis (más); es decir, el que más sabe y que tiene el poder máximum para enseñar a otros. 

La evaluación como la hemos planteado es una tarea profundamente autocomprensiva y autoreflexiva; si la tomamos en serio, es una habilidad que debe comprender del tiempo para mirarse interiormente y reflexionar sobre ella. Como dice Paulo Freire “enseñar exige saber escuchar”; cualquier educador sea lo que sea que intente enseñar, debe partir del proceso de la autocomprensión evaluativa, que no es otra cosa que saber escucharse a sí mismo, preguntarse, generar un diálogo con los propios conocimientos y profundizarlos de tal manera que le permitan establecer la ruta por la cual se hace accesible al alumno. No es la planificación de la tarea de aprender, sino por sobre todo el proceso anterior y único que debe hacer el educador para evaluar sus propios conocimientos. El educador debe ser un experto en evaluación.

Sin un proceso real y profundo de introspección, es altamente probable que no se pueda producir el proceso de evaluación más profunda, el nivel del aprendizaje de los conocimientos, sentimientos, habilidades, actitudes, en fin, de todo lo que comprende el ser humano y su interacción con el mundo. Es en esa interacción, lo que llamamos cultura, la razón de ser del proceso pedagógico y solo seremos capaces de acceder conscientemente a ella, en la medida que abramos nuestra percepción de lo que sabemos y comprendemos de nuestro propio proceso. En cierta medida, los docentes debemos estar abiertos mundo y conscientes de esta apertura para que podamos facilitar la apertura de los estudiantes y que estos a su vez sean conscientes del mundo que los rodea y desde esa consciencia puedan erigirse como agentes activos en la construcción de la sociedad, de la cultura y desde ahí realizar lo que mucho soñamos, la superación, la mejora de los procesos culturales, la construcción de una sociedad mejor, más justa, más fraterna, más solidaria que coincidentemente son los principios desde donde se erige la escuela moderna.

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